Se fue el cineasta Rafael Azcona y, ahora, su compañero Luis García Berlanga, pero antes han tenido el detalle de dejarnos sus testamentos llenos de inmortales. Entre ellos, veo a José Luis, el suegro de Amadeo, el verdugo; a Plácido en su motocarro; a Loli y Leonardo de novios por la Costa Brava; al alcalde de Villar del Río; al profesor Hamilton, el sabio de Calabuch; a San Dimas haciendo milagros todos los jueves en Fuentecilla; y al padre Calvo, gritándole a Luis José aquello de “¡Lo que yo he unido en la tierra no lo separa ni Dios en el cielo!”.
Para los que crecimos entre rezos y marchas militares, en aquellos años de mediocridad intelectual y miseria moral, las películas de Azcona y Berlanga actuaban en nosotros como fármacos protectores contra la estupidez oficial. Después de cada carcajada, notábamos la mejoría.
Para los que crecimos entre rezos y marchas militares, en aquellos años de mediocridad intelectual y miseria moral, las películas de Azcona y Berlanga actuaban en nosotros como fármacos protectores contra la estupidez oficial. Después de cada carcajada, notábamos la mejoría.
Enrique Chicote Serna/ Arganda del rey (Madrid)
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